Numerología


El amor tiene también sus referencias numéricas

que no las cobija el álgebra

ni los cálculos astronómicos,

que no se escriben en los pizarrones de la escuela

ni se archivan con las boletas de luz.

Cobran su significado con el paso del tiempo

y a veces mudan de morada,

se presentan precisos como un domicilio,

un punto en el mapa,

una coordenada.

Son secretos,

cuesta descifrarlos,

entender su significado,

apreciar su valor

1521, 1161, 3074, 12, 44

No son obra del azar,

de una tómbola divina,

de una regla nemotécnica,

de un capricho del destino.

Prófugos de las leyes de Newton,

desertores de los borradores de Galileo,

fugitivos de las agendas de papel ya extraviadas.

Con solo mencionarlos

se activan mecanismos que remiten

a la casa paterna,

al lugar frecuentado durante años,

a teléfonos pulsados hasta el cansancio,

al caótico universo amante de las absurdas imprecisiones.

Cartas accidentadas

 


Sigo escribiendo cartas y enviándolas por correo. Hijos, hermanas, nietas y amigos (¿y porqué no?, dos gatas: Rita e India) son fieles testigos.

Las escribo sobre un buen papel con pluma estilográfica porque considero que además de un documento, una prueba fehaciente de que estuvieron pensando en vos, la carta es un elemento delicado, al que hay que tratarlo con sumo cuidado porque es un vehículo eficiente para transmitir un pensamiento vivo, un sentimiento único e irrepetible, una señal del corazón.

Quien no haya experimentado esta saludable práctica no sabe de qué se trata. No tiene idea del efecto que produce entre emisor y receptor, en cuántas cosas se movilizan desde la escritura hasta a la llegada del sobre del sobre al buzón indicado.

Las cartas, como todo en este mundo, sufren accidentes. Algunas, por misteriosas razones no llegan a destino o en el momento apropiado para evitar una tragedia, como aquella de Julieta a Romeo. Cientos de historias atesora la humanidad sobre correspondencia que fue secuestrada y el efecto que produjo años después enterarse de esta intromisión. En el libro “La llamada”, de Leila Guerriero, una mujer escribe varias cartas a su amado cuya madre ocultó y destruyó porque consideraba inconveniente para su hijo esa relación. Se entera de esto muchos años después y aquel hombre atravesó ese tiempo creyendo que había sido olvidado por el amor de su vida.

Otras se extravían por alguna secreta razón que conserva guardada el destino.

Otras, como la que le envié a mi hermana, padecen las contingencias climáticas de estos tiempos y leerlas se convierte en una ardua tarea, propia de quienes se dedican al estudio de jeroglíficos y lenguas muertas.

No creo que sea obra del azar. Sospecho que tienen vida propia una vez que cerramos el sobre.

𝐸𝑠𝑝𝑒𝑗𝑖𝑡𝑜𝑠 𝑑𝑒 𝑐𝑜𝑙𝑜𝑟𝑒𝑠

 


Los periodistas y los medios en general, junto a intelectuales y docentes de dudosa moralidad son cómplices de deformar y esconder debajo de la alfombra ciertas infamias.

La historia funciona como la psicología: vemos el pasado, entendemos el presente para no repetir nuestros traumas en el futuro.

Si a la matanza de pueblos originarios la llamaron “Campaña al desierto”, al genocidio del pueblo paraguayo “Guerra de la triple alianza”, al bombardeo a la plaza de mayo “Revolución libertadora”, es natural que el aniquilamiento de 30.000 compatriotas se rotule como guerra de los demonios, excesos y otras deformaciones aberrantes.

El nombre equivocado al hecho sangriento o la falsa calificación hacen menos grave la felonía, intentan amordazar la indignación y anestesiar el dolor que produce la injusticia. No solo es una cuestión de falsos héroes. Es también la intención de deformar los hechos con crónicas absurdas que año tras año se repiten en las aulas para que se graven a sangre y fuego y nunca se discutan.

Los testimonios escritos que revelan las intenciones de las grandes personalidades se esconden y archivan para que la verdad no se propague en el conocimiento popular.

Nuestras ciudades, pueblos, calles y avenidas conservan monumentos a figuras que dejaron cicatrices profundas en nuestra historia, apellidos que derramaron sangre, mayordomos siniestros de un poder que desde épocas inmemoriales establecen sus reglas, imponen sus decisiones, persiguen, asesinan, difaman, ocultan, amparados en el manto de la impunidad.

Este flagelo nacional consigue brazos ejecutores tanto en las escuelas militares como en las universidades de economía. Ocupan el mismo rol que los apuntadores tienen en el teatro susurrando lo que deben decir los actores que ellos eligen, tiñendo de rosa sus oscuras decisiones. Ellos marcan los límites de hasta dónde, mintiendo sobre el consenso social, las estadísticas, el bien común, las políticas que achiquen el déficit fiscal que ellos mismos crearon.

Nunca aparecen sus nombres y apellidos. El sistema los ampara y protege como a los espías o los agentes secretos en las guerras. No tienen otra ocupación que mantener de manera ilegal los privilegios que se concedieron, encontrar nuevos intersticios en las leyes por donde poder colar sus actos criminales.

Mientras tanto consiguen distraernos con frívolos chimentos de ocasión, programas televisivos siniestros, espectaculares videos especialmente montados para adormecernos o mantenernos presos del odio o del desconcierto.

Hay que estar atentos y vigilantes, no dejarnos engañar con aquellas frases que revelan la estafa, mantener los ojos abiertos para evitar golpes y fintas, anticipar las repeticiones y el lifting a viejos slogans porque sino volveremos a entregar nuestro oro para mirarnos las manos rebosantes de espejitos de colores.